Don Miguel Manuel Padilla, el fuerte hacendado de Lules que nació en 1802 y que murió en 1881, manejó con inteligencia la educación de los cinco hijos varones que nacieron de sus segundas nupcias (don Miguel se casó cuatro veces) con doña Tomasa Puente.
A dos de ellos, Tiburcio y Ángel Cruz, los envió a estudiar a la Universidad. El primero cursó Medicina, en Buenos Aires, y el segundo cursó Derecho, en Córdoba. Ambos se graduaron y tendrían brillante trayectoria de profesionales y de hombres públicos. Y a los otros tres, Miguel Manuel, José e Isaías, los retuvo a su lado, para que trabajaran los campos de su vasta propiedad.
Estas líneas se ocupan de José, nombre con el que se lo conoció siempre, aunque se llamaba Manuel José. Un minucioso escrito de su hijo Ernesto permite reconstruir su vida con bastante detalle.
Tienda y algo de libros
Nació José Padilla el 19 de marzo de 1841 en Tucumán, y lo bautizó el doctor José Eusebio Colombres, fundador de nuestra industria azucarera. Se educó en la escuelita de los Padres Franciscanos. Allí aprendió las primeras letras, trazadas sobre la arena mojada que ceñía un marco de madera.
Pasó después a dependiente, en la tienda de don Melitón Rodríguez y luego en la de don Ambrosio Romero. Trabajaba “bajo las condiciones corrientes, a saber: cinco pesos bolivianos de sueldo mensual, obligado en primer término a tener ensillado el caballo del patrón al rayar el día, a barrer y mantener limpio el local, a llevar la contabilidad y atender el mostrador sin limitación de hora”.
Mejoró su educación con la llegada de Amadeo Jacques. En el grupo de “discípulos libres” del maestro, se instruyó en la teneduría de libros, más un poco de humanidades. Después vino un viaje a Buenos Aires. Pasó varios meses en la Capital, como huésped de su hermano Tiburcio y de Nicolás Avellaneda. Cuando emprendió la vuelta al terruño, llevaba en su equipaje algunos libros: entre ellos, los tomos encuadernados de la “Historia de la revolución”, de Lamartine.
Carretas y mulas
Ya en Tucumán, se encargó de faenas diversas en la hacienda paterna. Viajaba en carreta al interior y a Salta, para vender azúcar y aguardiente, y con el mismo propósito partió, en 1861, rumbo a San Juan, al frente de un arreo de mulas cargadas con aquellos productos.
El regreso fue toda una aventura. En un momento dado espoleó el caballo y se adelantó al resto de la tropa. Extravió el camino: el calor le hizo perder el conocimiento y cayó a tierra. Hubiera muerto, de no aparecer un compasivo paisano que lo cargó hasta su vivienda y lo cuidó hasta que pudo seguir su camino. A todo esto, los peones habían llevado a Tucumán la mala noticia. La desesperada familia salió a buscarlo, con una angustia que duró hasta que, pocos días después, lo vieron arribar sano y salvo.
En 1867, enrolado en la Guardia Nacional como oficial del Batallón Laureles y al mando del general Antonino Taboada, partió a Catamarca y luego a Salta, en la campaña contra la montonera de Felipe Varela.
Ingenio e Intendencia
Al año siguiente su padre, ya añoso, quiso retirarse a descansar. Entonces José, con su hermano menor Isaías, formó la sociedad “Padilla Hermanos” y le arrendó el cañaveral y la rudimentaria fábrica. Así se inició el ingenio Mercedes, entre enormes esfuerzos económicos, agravados por el caos monetario del país y la falta de crédito bancario.
Ernesto Padilla se complacía en destacar que, en medio de los apuros económicos, los hermanos hallaron el modo de edificar el colegio y capilla de las Hermanas Franciscanas, en la calle Buenos Aires al 500, conjunto que fue demolido hacia 1976. José Padilla no había tenido cargo público alguno hasta 1887. El 4 de julio de ese año, el interventor federal, doctor Salustiano J. Zavalía, lo nombró intendente municipal de San Miguel de Tucumán. Tres años, hasta 1890, desempeñaría ese cargo. Tomamos de su hijo Ernesto los datos sobre la realidad urbana que se le presentaba y sobre la cual operó con decisión.
Las cuatro avenidas
En esos momentos, “lo edificado y efectivamente comprendido por los servicios normales de la Municipalidad”, llegaba a apenas 95 manzanas. La mayoría de las calles estaban sin abrir, o cortadas por precarias construcciones. El hecho de que existían quintas de varias manzanas dentro del ejido, contribuía apreciablemente a esa realidad de atraso.
Sin trepidar, el intendente Padilla se propuso abrir todas las arterias. Como primera medida, ratificó, por ordenanza, el perímetro de la ciudad, del que nadie hacía caso alguno. Y agregó que se abrirían “bulevares de 30 metros de ancho en las calles que, con arreglo a esta ordenanza, limitan la ciudad”. Esto además de disponer que se prolongaran todas las arterias.
Su medida suscitó comprensible polvareda. La prensa opositora, que encarnaba el diario “El Orden”, echaba rayos y centellas contra este intendente, obstinado en “hacer bulevares allá donde el diablo perdió el poncho”, como afirmaba uno de los artículos.
Calles abiertas
Pero nada fue capaz de detener la resolución de Padilla. En un año y medio, logró que quedaran trazadas, abiertas y habilitadas las 68 cuadras de los “bulevares”, que hoy conocemos como “las cuatro avenidas”.
Esto además de abrir, al norte, 14 cuadras de las calles Santa Fe, Marcos Paz, Corrientes y Santiago, y todas las del ensanche (que se había dispuesto con calles de 18,30 metros para el recinto urbano) además de José Colombres y Suipacha. Al sur, se abrieron otras 14, de La Madrid, Bolívar, Lavalle, Rondeau; la mayoría de las calles de 18,30 metros en las transversales, además de Bernabé Aráoz y San Luis.
En 1889, Padilla podía jactarse de haber prolongado la hoy avenida Mitre, 15 cuadras al norte; la Sarmiento, 10 al oeste; la Avellaneda, 15 “hasta los ejidos al norte, pasando por frente al Cementerio del Norte” y otras tantas la calle 9 de Julio desde avenida Roca al sur.
Con toda energía
Sin contemplaciones, enderezó el trazado de las arterias, hizo demoler los edificios que las obstruían, construyó terraplenes, cegó zanjas. Asimismo, aumentó en 63 cuadras las 111 empedradas que había recibido. Duplicó las avenidas interiores de la plaza Independencia y las pavimentó con piedra traída de Hamburgo. El material duraría hasta la década de 1970, en que se las reemplazó por baldosas.
De esta manera, desafiando a todos los que se les oponían, el intendente Padilla impuso su punto de vista: que el vecindario fuera usuario efectivo de la mayor suma de calles posibles, y que la ciudad tuviera sus bulevares de circunvalación. Vistas a la distancia, es indiscutible la trascendencia de estas medidas.
La luz eléctrica
No fueron las únicas. En 1888, implantó en la ciudad una asombrosa novedad: nada menos que el alumbrado eléctrico, sustituyendo el de querosén que se usaba hasta entonces. Lo contrató con la empresa de Francisco Kullak, pero limitado a un sector y por un año, en principio. En el resto, la ordenanza establecía que “cualquier proponente podrá ensayar sistemas de alumbrado eléctrico”. Esto, para no encorsetar a la Municipalidad con un contrato de larga duración, y por tratarse de sistemas nuevos sobre los que se carecía aún de experiencia.
Años después, conversando con el doctor Patricio de Zavalía sobre su intendencia, Padilla comentó: “es que en realidad no teníamos ciudad, y alguien debía comprender lo que yo hice en ese momento. Porque después, hubiera resultado imposible”.
Los últimos años
Terminada su gestión, Padilla volvió a concentrarse en las tareas del ingenio y en la atención de su hogar. Se había casado con doña Josefa Nougués, con quien tuvo siete hijos. Entre ellos, estaban el célebre gobernador de Tucumán, doctor Ernesto Padilla, y el ingeniero José Padilla, que fue ministro de Agricultura de la Nación.
No ocupó otras posiciones públicas, salvo una banca de diputado a la Legislatura, en sus últimos años. En la hoy calle San Martín, frente a la plaza Independencia (donde se levantaba, en tiempos de las guerras civiles, el “altillo de los Nougués”) había edificado su importante casa de dos plantas con mirador. Sería demolida en 1946, para edificar el ex cine Plaza. Allí falleció el 15 de mayo de 1911.
Un pasaje que corta las calles Junín y Salta, entre Córdoba y San Juan, lleva actualmente el nombre de don José Padilla. Muy pocos saben que tan justa denominación evoca al intendente que abrió las cuatro avenidas y que trajo la luz eléctrica, nada menos.